Borges, el arte de conversar - Cultura - Cultura - ABC.es
JOSEFINA MARTÍNEZ DEL ÁLAMO
Borges estaba ante mí. Mirando a lo lejos, hacia un infinito que se extiende dentro de su propio cuerpo...
-Me siento como si me estuviera examinando...
-No. ¿Por qué? Deje que la timidez corra de mi cuenta.
Ya me ha captado. Tiene los sentidos del alma muy aguzados.
-Me llamó la atención una frase de usted en su cuento «El otro».
-... ¿Está segura de no haberla inventado usted?... Porque a mí, la gente siempre me regala frases.
-Quizá le asediamos, le repetimos siempre las mismas preguntas...
-Y yo doy siempre las mismas contestaciones. Porque no soy muy inventivo. Suelo repetirme. Suelo plagiarme... Sí. Ustedes me atribuyen frases ingeniosas que yo, naturalmente, repito después. Pero que han sido inventadas por ustedes. En las entrevistas trato de no cerrarme. A mí me gusta la conversación. Por eso me dolió pasar tres meses en Michigan. Allí se ha perdido el arte de hablar. La gente no conversa: es muy triste. Dicen sólo «why» o «qué»... Debemos conservar ese arte, que inventaron los griegos y que luego Platón usó como vehículo literario. Los griegos ya habían estado hablando con Sócrates, pero la idea de recoger aquel diálogo fue de Platón. Yo creo que Platón sentía la nostalgia de Sócrates y quiso jugar a que seguía hablando con él. Bernard Shaw llegó a decir que Sócrates era una invención del dramaturgo Platón. Igual que Cristo fue una invención de los cuatro evangelistas.
-Vamos a charlar del futuro que tiene por delante; de algún deseo que le quede por cumplir.
-A pesar de mis ochenta años, tengo varias esperanzas... y un deseo muy emocional: yo quiero conocer la China y la India, que, de chico, descubrí en los cuentos de Kipling... Conozco las dos puntas del Oriente: Andalucía -que para nosotros es el Oriente- y el Japón. Me gustaría conocer lo que queda entre esos dos extremos: la China, la India y Persia...
Miro los ojos de Borges, que ven a través mío; pero a mí no me ven. En sus condiciones, ¿cómo puede conocer un país?
-Es que no tengo otro recurso. Además, yo sé que ese conocimiento no será ilusorio. Cuando estuve en El Cairo, y pude tocar las pirámides y me dijeron: «Aquí, a unos pasos, está la Esfinge»..., me sentí muy emocionado. Me incliné y levanté un poco de arena..., y pensé: «Bueno, de algún modo estoy modificando el Sahara...»; de un modo muy modesto. Eso bastó para que llorara de emoción... Yo puedo decir que estuve en Egipto y en Japón, aunque mis ojos vieran tan poco... Hay algo en estar en un lugar... Ahora, lo que veo es más o menos lo mismo que en Buenos Aires: veo mis manos que se mueven, y sé que son mis manos; veo mi bastón chino, y sé que es mi bastón... Lo demás son luces, sombras, una neblina grisácea, azulada... ¡Pero no importa!: yo sé que estoy en España, que estoy conversando con una española...
-Quizá capta incluso sensaciones que no podemos captar los demás.
-Creo que sí. Creo en la transmisión de pensamiento. No es un fenómeno insólito. Se da continuamente. ¿Por qué uno siente la amistad o la enemistad? ¿Por qué se enamora usted de una persona?... Por algo que está más allá de las palabras.
-Usted acepta como válidas todas las opiniones.
-No me gusta estar en desacuerdo. El acuerdo es más amistoso, más simpático. El desacuerdo corresponde a la juventud. Cuando yo era joven, era fácilmente polémico. Me gustaba ser revolucionario.
Su conversación está llena de pausas. Es difícil calcular si cada pausa es el final de un tema o el reemprender el hilo de la frase.
-Ya no me gusta la polémica. La discusión es un medio de llegar a una verdad. Un diálogo es siempre una colaboración. Espero que estemos colaborando los dos en este momento.
-Cuando se publica una narración suya, ¿siente que ya no le pertenece?
-Bueno, uno publica algo para librarse ya de ese tema, ¿no?, para quitárselo de encima. Alfonso Reyes me dijo: «Publicamos para no pasar la vida corrigiendo borradores».
-Usted siempre afirma que está insatisfecho de su pasado.
-¡Vistas mis obras completas...! Estoy de acuerdo con algunas páginas. Me resigno a las otras sin mayor entusiasmo. Si va a Buenos Aires, usted no encontrará en casa ni un solo ejemplar de un libro mío: Mi biblioteca es elegida, y ¿quién soy yo para colocarme junto a Séneca, Quevedo o Bernard Shaw?...