Ítalo Jiménez Yarlequé (*)
Si nos dejamos llevar por lo que uno lee o escucha en los
medios de comunicación, todos -políticos, comunicadores, empresarios y
población en general- deben estar furiosos e indignados contra la corrupción.
El rechazo es tal que si se hiciera una consulta al respecto es probable que se
impusiera la decisión de combatirla. La pregunta es ¿hay un correlato entre lo
que se dice y lo que se hace o siente?
La VII Encuesta Nacional sobre percepciones de la corrupción
en el Perú, realizada por Ipsos Apoyo, señala que los peruanos están cada vez
más preocupados por ella, hasta el punto de que esa preocupación se ha
convertido en la segunda, después de la delincuencia y la falta de seguridad.
Por su lado, Transparencia Internacional, que elabora un ranking mundial sobre
la corrupción, deja a Perú en el lugar 84 a nivel de todo el orbe (en la mitad
más baja del índice) y en el puesto 8 a nivel de Latinoamérica.
¿Acaso nuestra herencia colonial, el imperialismo americano
o las transnacionales son los elementos decisivos para que nuestros países se
hundan cada vez más en la miseria o en el fango de la corrupción? Esta pregunta
debe ser respondida de modo sincero y autocrítico por cada uno de nosotros. ¿O
hay elementos mucho más decisivos y reales en nuestra forma de pensar y actuar
día a día respecto a ella?
La corrupción se plasma en el desvío de fondos destinados al
desarrollo, en el irresponsable deterioro de los sistemas de salud, educación y
seguridad ciudadana, es decir, en muertes, subdesarrollo y crimen; además, por
si fuera poco, profundiza la desigualdad y el descontento social. Por ella hay
menos postas, faltan las medicinas, las pistas y veredas duran menos, los
hospitales languidecen, etcétera.
La lucha contra la corrupción tiene todavía un largo camino
por recorrer, pero es una apuesta estratégica y vital para el bienestar de la
sociedad actual y las futuras generaciones. No nos lavemos las manos, ella no
está lejana de nuestros actos cotidianos, no es solo asunto de las altas
esferas del poder. No vale la pena seguir transigiendo con esta lacra. No es
rentable convivir con ella, nos cuesta mucho dinero… y vidas.
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