-¡Qué avezado eres!
Así me decía una amiga que se interna hasta remotas comunidades amazónicas y andinas para mediar en dramáticos conflictos sociales.
Sin embargo, ella me consideraba temerario porque, varias veces, cuando ya no pasan combis hacia el lugar al que tengo que llegar, he tomado un taxi compartiendo el gasto con algún desconocido que iba en la misma ruta.
-¿No te daba miedo? ¡Si no lo conocías!
-Por eso mismo –le digo -. ¿Por qué iba a desconfiar?
En varias ocasiones he escrito sobre la desconfianza que sienten muchos peruanos hacia los desconocidos y cómo termina perjudicando precisamente a quien desconfía.
-Si no conoces a alguien –suelo decir –no tienes mayor razón para desconfiar. Desconfía mas bien de las personas que conoces y te han hecho algo.
En mi caso, confieso que, como yo asumo que se puede confiar en los demás, encuentro cierta magia en entablar una relación amable y efímera con alguien que no conozco y que jamás volveré a ver, sea en la combi, el taxi, el avión, la cola del banco o la única mesa disponible del restaurante.
Siento lo mismo cuando intercambio bromas con el cobrador de la combi o converso con el taxista. En este caso, sea que intercambiemos datos sobre comida (por ejemplo sobre los mejores chifas), comentemos sobre lo mal que nos caen determinados líderes políticos, o yo suelte algunos chistes a lo frase W, el trayecto se hace muy rápido y entretenido.
Me parece también que aquellos taxistas que, por sus rasgos físicos, su vestimenta o algún detalle de su apariencia (arete, cicatriz, gorra) podrían sentirse discriminados son aquellos que mejor se sienten cuando uno los trata cordialmente.
A veces me quedo pensando por qué no me encuentro con esos taxistas-delincuentes que angustian a tantos limeños. Ensayo varias explicaciones: la primera, es que tengo suerte; la segunda es que mi Ángel de la Guarda sigue trabajando con ahinco; una tercera es que la proliferación de taxistas-delincuentes es una leyenda urbana, con lo cual sólo queda concluir que, en general, los limeños son personas honestas. La cuarta hipótesis, que no descarto, es que seguro una vez al mes me toca algún taxista-delincuente, pero que ha estado tan entretenido por la conversación que me he salvado. De hecho, mi humor en el taxi es mas bien cínico:
-Sabe una cosa, señor –solía decir el año pasado -, yo no le doy propina al taxista. Le regalo un desarmador.
Eran los tiempos en que los noticieros advertían sobre un taxista que asaltaba a sus víctimas con esa herramienta.
Por si acaso, no respondo por los que le pueda pasar a quien sube a un Tico: dejé de tomarlos en el 2001. Menos respondo por los “taxistas formales” del Aeropuerto que a unos amigos noruegos les cobraron 120 soles hasta el Golf de San Isidro y a un abogado español 150 hasta el Meliá. Esos auténticos carteristas ni siquiera usan desarmador y para recursearse se amparan en su corbata y en carteles que dicen que los taxistas de fuera son peligrosos.
En realidad, la desconfianza generalizada ocasiona numerosos costos a una sociedad y hace que hasta las cosas más sencillas sean difíciles. Por ejemplo, durante los meses en que había una exhibición de vacas artísticas en varios parques de Lima, pude ver a muchas familias tomarse fotos… pero nunca podían salir todos juntos porque, aunque hubiera mucha gente en el parque, no se atrevían a pedirle a nadie que les tomara. Acaso pensaban que no querría hacerlo o, lo más probable, temían que se fuera corriendo con la cámara.
Quizás debo admitir que reservo mi desconfianza hacia quienes ejercen o buscan el poder. En la vida cotidiana, en cambio, creo que no se justifica tanta duda y sospecha.
Si los limeños dejáramos de estar permanentemente desconfiando de quienes no conocemos, nuestra vida sería mucho menos estresante y nuestras actitudes no serían tan agresivas frente a ocho millones de personas que, objetivamente, no han hecho nada para merecer nuestra sospecha.
-Los años me han enseñado a tener cuidado –dicen algunas personas.
A mí, los años me han enseñado a confiar en la gente y a no generalizar las malas experiencias.
Todos ganaríamos en una sociedad cuyos integrantes confiaran más entre sí… Lo dice alguien que intenta hacerlo siempre y a quien, felizmente, hasta ahora, no le ha ido mal en ese camino.
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